lunes, septiembre 27, 2004

No lo vi venir

Confieso que no lo vi venir y aún ahora hay veces que no acabo de creerlo. Es cierto que me llamaban la atención algunas cosas, como tu insistencia casi obsesiva por dar grandes rodeos para evitar las calles más concurridas, o que sólo quisieras llevar joyas de oro aunque pudieras permitirte muy pocas. Pero siempre le encontraba alguna otra explicación, al fin y al cabo, también preferías el campo a la ciudad, con lo que no era tan extraño ver que detestabas el ingente tráfico de las calles principales, y aunque preferías joyas de oro, nunca fuiste ostentosa, no llevabas nunca más que algún pendiente, una pulsera o una pequeña gargantilla, y que fueran siempre de oro no tenía por qué ser más que una simple cuestión de preferencia que nunca me preocupó. Es más, sabes que siempre he sido un poco despistado, y recordarás que una vez te regalé un pequeño collar de plata porque aún no me había dado cuenta de que no llevabas nunca sino oro. Me reprendiste bastante no haberte consultado antes de comprarlo, y en la tienda no aceptaban cambios ni devoluciones en aquellos años, con lo que tuviste que quedártelo pese a que lo detestaste siempre tanto como yo he acabado también haciéndolo, ¡como no!. Al principio, por no verme triste, te lo ponías en algunas ocasiones y yo te notaba tensa durante todo ese tiempo, y se te erizaban los pelillos de los brazos y tenías la sensibilidad tan a flor de piel que temblabas con mis besos y mis caricias como si fueran descargas eléctricas que recorrían tu cuerpo, pero sólo ahora soy capaz de relacionar aquellas reacciones con que llevaras el collar, pues no era fácil deducirlo sin saber lo que sé ahora.

Además, dicen que el amor es ciego, y tú sabes que me enamoré de ti desde muy pronto, y que era y sigo siendo muy romántico. No podía más que alegrarme de que siempre parecieras intuir mi llegada aún cuando intentaba sorprenderte, o de que siempre fueras tan apasionada, como en aquellas noches luminosas en que hacíamos el amor sobre una manta en cualquier lugar apartado del bosque que teníamos a sólo unos pocos de kilómetros y que ya era nuestro lugar preferido aún antes de que me cambiaras tanto. Desde siempre adoro esas particularidades tuyas, esos reflejos tan desarrollados, esa mirada a veces tan alerta y penetrante y otras tan dulce, y la forma en que devorabas mis olores cuando hacíamos el amor.

Y entonces llegó el día en que todo ocurrió. Era un día hermoso, con el cielo totalmente despejado y de un hermoso color celeste. Tú me dijiste que tenías que irte a las 7 para terminar un trabajo muy importante, pero quizás lo perfecto del día o la conversación que sostuvimos luego te hicieron perder la noción del tiempo y por una vez te sorprendió la luna llena junto a mí, y antes de salir huyendo ya totalmente transformada, me mordiste ligeramente en el forcejeo que surgió en medio de la confusión.

Ahora yo también soy un hombre lobo, y todas las piezas encajan, pues yo también temo llevar cosas de plata tan peligrosamente cerca del corazón y odio las calles concurridas que saturan nuestra especial sensibilidad ante los sonidos y los olores. Y amo el bosque más que nunca y me río contigo cuando los vecinos nos dicen que nuestro perro Ron les molesta aullando en las noches de luna llena, cuando el pobre nunca ha ladrado y sólo es una forma de poder vivir siendo hombres lobo sin despertar demasiadas sospechas.

Empiezo a sentirme nervioso, ya no puedo continuar con la calma de este pequeño relato de nuestra historia, es día de luna llena y ya siento como se aproxima su salida, mis sentidos se acentúan aún más y mi nariz se llena de tu olor y corro a buscarte al tiempo que se desata sin remedio la parte animal. Corramos al bosque, cariño, te he escrito una nueva aullada de amor que quiero compartir con La Luna.

lunes, septiembre 13, 2004

Percepción elevada

Duermo plácidamente, y de pronto me despierto porque dos pelos entrelazados en mi nuca se separan y oigo que chirrian, como si fueran dos barras de acero jugando a rozarse. Percibo inmóvil los sonidos de su vaivén, que emulan a aviones cruzando el aire, hasta que alcanzan un nuevo lugar de reposo estable. Respiro, y millones de olores penetran por mi nariz junto a ingentes cantidades de oxígeno, nitrógeno y otros gases, y yo siento el paso de cada pequeña molécula, y hasta podría contarlas, pero no lo hago, ni me distraigo haciendo inventario de las fragancias de cada espacio milimétrico de realidad, porque el tiempo se escapa muy rápido, y elijo aplicar mis sentidos a otras cosas. Observo un pájaro que revolotea junto a la ventana, y me entretengo un momento a apreciar como bate sus alas a un ritmo de ciento veinititrés veces por minuto, y los cambios de color de sus plumas a medida que varían su ángulo de exposición al sol, al tiempo que me pregunto de qué especie será.

Desayuno, y mi lengua se mueve apresurada por la boca, captando el sabor de cada pequeña porción de alimento como una pequeña culebra curiosa e inquieta. Mis manos se entretienen estudiando el tacto de las irregularidades del papel del periódico que leo, o los minúsculos pelillos de la piel del melocotón que será mi postre. Termino, y tras pasar por el baño, me visto despacio, minimizando el estruendo del roce de la ropa contra mi piel, y salgo a la calle.

Los coches pasan a mi lado a cámara lenta, incapaces de ocultarme ni los más pequeños detalles de su pintura, o las aboyaduras milimétricas de las distintas partes de su carrocería. Oigo que llueve a unos pocos cientos de kilómetros de mí, y una mariposa cae al suelo golpeada por una enorme gota de agua. Sonrío al escuchar como se refugia bajo una hoja. Luego encuentro a unos amigos, y aunque me gustan los ritmos de sus movimientos, sus gestos o el sonido de sus voces, en el fondo no importan las milésimas de segundos ni los excesivos detalles, y renuncio al 99% de mi percepción para limitarme a disfrutar del ritmo normal del mundo junto a ellos, descansando al fin de tantas sensaciones apelotonadas... :)