domingo, abril 25, 2004

Amor de imperfecciones

Cuando era un adolescente se sentía atraído casi únicamente por las chicas más guapas, las que todos miraban, las diosas locales de belleza de cada pequeña subdivisión del mundo por la que pasaba. Pero con el paso de los años fue descubriendo que la belleza demasiado halagada no solía ir acompañada por la misma belleza interior, y fue aprendiendo a identificar otros rasgos que presagiaban mejor la belleza del alma. La belleza solamente física y totalmente fría dejó no sólo de interesarle en la búsqueda de una persona con la que compartir su vida, sino que ni siquiera le parecía ya atractiva al estar irreparablemente asociada en su experiencia al concepto de un alma hueca. Y empezó a buscar el atractivo y la afinidad con las personas ignorando las fachadas, las etiquetas ya impuestas, el rechazo o aceptación social que tuvieran, pues cada persona era para él un mundo por descubrir, y ese descubrimiento no podía ir marcado por un destino señalado de antemano. ¡Y halló tantas almas bellas entre los menos aceptados!.

No obstante, la primera vez que vio a Mar, en una foto que le enviaron de una reunión de amigos, su impresión fue francamente mala. Había salido horrible en esa foto, con los ojos convertidos en puntos rojos por el flash, la sonrisa de apariencia forzada y ligeramente torcida y un gesto que no supo identificar si era de incomodidad por estar siendo retratada o por disgustarle la compañía. El traje que llevaba, demasiado ancho, destruía todo atractivo de su cuerpo y sólo dejaba visibles, desde un poco por encima de los tobillos, unas piernas que se veían extremadamente delgadas.

En los dos años siguientes sólo se vieron pequeños momentos en las reuniones más concurridas de algún conocido común, y apenas intercambiaron el saludo al ser presentados. Fueron momentos en los que ella no se fijó apenas en él, y él no veía en ella más que la chica de aquella foto que tan poco le había gustado. Pero las casualidades de la vida los hicieron superar a ambos las pruebas selectivas de una conocida entidad bancaria local, y en el curso formativo previo a la incorporación a la empresa, y quizás sólo por la pequeña familiaridad adquirida en los fugaces encuentros anteriores, y por no conocer ninguno al resto de los seleccionados, empezaron a hablar y a conocerse. La increíble simpatía de ella y la gran sensibilidad de él, junto con muchos gustos e intereses comunes, los hicieron congeniar desde el primer día, y no paraban de hablar cada día antes, después, y durante el descanso del curso preparatorio del banco.

Él quedó impresionado enseguida por los enormes ojos de ella, y por la sensibilidad y la ternura que le descubría a medida que se iban conociendo más en sus frecuentes conversaciones, las cuales se extendieron también a algunas tardes en una cafetería o en el cine. Cada vez se iba sintiendo más atraído por ella, pero cuando no estaban juntos e intentaba recordarla, no conseguía ver su rostro tal como era, sino que le asaltaba la imagen de aquella horrible foto con la que la había identificado durante más de dos años, aunque para él ya no era más que un mal recuerdo, y le fastidiaba mucho ver los ojos rojos de la foto en lugar de los preciosos y dulces ojos negros que le descubría de nuevo cada vez que se encontraban. Pero el tiempo y verla a diario venció la persistencia de ese recuerdo dominante y obstinado, y una vez borrado, todo el día se llenó de ella, en sus veladas compartidas y en miles de maravillosos recuerdos y visiones de futuro.

Un día, antes de despedirse, y en el intercambio de una de tantas miradas cargadas del amor que ninguno de los dos se había atrevido a manifestar, él se fue acercando a ella lentamente, sintiendo como su pulso se aceleraba, y la besó con la intensidad que sólo tienen los besos más deseados. Prolongó el beso apenas unos segundos, y luego, sin separarse casi, la miró a los ojos y le dijo: "Te quiero". Ella respondió sin dudarlo: "Yo también te quiero", mientras escapaban sus lágrimas emocionadas. Y se abrazaron hasta sentirse tan juntos que nada pudiera separarlos, y ni tan siquiera el aire se atrevió a interponerse entre ellos en ese momento, y se besaron decenas de interminables veces.

Esa misma noche hicieron el amor, pues aunque el momento del primer beso se había retrasado tanto, el amor hacía meses que era el dueño de sus vidas, y no había nada que no supieran el uno del otro tras romper el secreto de la mutua confesión de amor. Dos días después comenzaron a vivir juntos, y se amaron tanto que el amó sus hermosos ojos, su sonrisa, su tremenda dulzura y ella amó su romanticismo, su ternura, sus abrazos. Y él amó sus chistes y la forma en que hacía su trabajo y sus gustos por la lectura. Y ella amó sus pequeños escritos, su creatividad y su inspiración. Y él enloquecía con sus labios, sus pechos pequeños pero proporcionados, sus nalgas firmes y generosas. Y ella vibraba con sus manos fuertes que la trataban con tanta dulzura, y con sus piernas musculosas y sus abdominales marcados. Y llegaron más allá y se amaron las pequeñas discrepancias, los gustos no afines, las bocas ligeramente torcidas, la cabeza cada vez más calva de él, las piernas demasiado flacas de ella, las venas que se marcaban demasiado en algún punto de la piel, porque cada pequeña diferencia e imperfección formaba parte de su identidad, y cuando el amor es puro termina aprendiendo a querer tanto a los defectos como a las virtudes.

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